LA CUSTODIA COMPARTIDA

La ruptura de un vínculo matrimonial supone el final anticipado de un proyecto de vida planteado a perpetuidad, y aunque objetivamente no tendría por qué convertirse en ningún drama ―dado que lo que se pretende mediante el distanciamiento de los cónyuges es solucionar una situación perjudicial―, lo cierto es que en numerosas ocasiones acaba marcando un hito traumático en el devenir de los implicados. Incluso en los casos más sencillos imaginables, es frecuente que a los afectados les invada cierto grado de estrés o inseguridad durante el proceso, a menudo agravado por reacciones viscerales tan comprensibles y humanas como contraproducentes. Esa situación se complica cuantos más sean los asuntos a resolver dentro del divorcio, y la cuestión referente a las medidas a adoptar con respecto a los hijos comunes suele ser la que provoca más conflictos, preocupaciones y angustias, sobre todo a la hora de fijar el régimen de guarda y custodia.

A este respecto, es muy frecuente que los cónyuges confundan o identifiquen entre sí los conceptos de patria potestad y de guarda y custodia, cuando realmente se trata de dos categorías jurídicas muy bien diferenciadas. Actualmente, la patria potestad engloba el conjunto de poderes y facultades dirigidos al cumplimiento de los deberes y obligaciones que la ley impone a los progenitores con respecto a sus hijos. No se trata de un derecho subjetivo privado, sino de una verdadera cuestión de orden público. La patria potestad corresponde a ambos progenitores por el mero hecho de serlo y, en consecuencia, es intransmisible, irrenunciable e imprescriptible. Por supuesto, tan responsable de su desempeño diligente es la mujer como el varón, sin que en la actualidad se prevea ningún tipo de discriminación legal en este sentido. Además, el beneficio de los hijos se configura como el fin único de su existencia, por lo que siempre debe ejercerse velando por su consecución. De hecho, el principio de “favor filii” ha sido consagrado por nuestro ordenamiento jurídico como uno de los pilares fundamentales del Derecho de familia, y encuentra su base legal en el artículo 154 del Código Civil:

Los hijos e hijas no emancipados están bajo la patria potestad de los progenitores.

La patria potestad, como responsabilidad parental, se ejercerá siempre en interés de los hijos e hijas, de acuerdo con su personalidad, y con respeto a sus derechos, su integridad física y mental.

Esta función comprende los siguientes deberes y facultades:

1.º Velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral.

2.º Representarlos y administrar sus bienes.

3.º Decidir el lugar de residencia habitual de la persona menor de edad, que solo podrá ser modificado con el consentimiento de ambos progenitores o, en su defecto, por autorización judicial.

Si los hijos o hijas tuvieren suficiente madurez deberán ser oídos siempre antes de adoptar decisiones que les afecten sea en procedimiento contencioso o de mutuo acuerdo. En todo caso, se garantizará que puedan ser oídas en condiciones idóneas, en términos que les sean accesibles, comprensibles y adaptados a su edad, madurez y circunstancias, recabando el auxilio de especialistas cuando ello fuera necesario.

Los progenitores podrán, en el ejercicio de su función, recabar el auxilio de la autoridad.

Fuera de las formas naturales de extinción ―muerte, emancipación o adopción―, el padre o la madre únicamente pueden perder la patria potestad mediante una resolución judicial, bien dictada en un proceso ad hoc, bien a raíz de una causa penal ―como pena o medida accesoria― o bien en el contexto de un pleito matrimonial, aunque esta última opción es rara en la práctica si no viene acompañada de motivos extraordinarios que pongan de manifiesto la inhabilidad de uno de los cónyuges ―o de ambos― para ejercitarla.

Por su parte, la guarda y custodia se refiere exclusivamente a la situación que determina cuál de los dos cónyuges debe convivir con los hijos comunes y atender sus necesidades más inmediatas. Esto no significa que el otro progenitor pierda la patria potestad en modo alguno, aunque evidentemente su ejercicio podría verse trastornado en la práctica debido a la distancia física. Por ello, nuestro sistema legal prevé que el órgano judicial que conozca del asunto acordará lo necesario para que el cónyuge apartado de sus hijos pueda seguir cumpliendo con sus deberes derivados de la patria potestad, así como el tiempo, modo y lugar en que podrá comunicarse con ellos y tenerlos en su compañía.

Tradicionalmente, esto se ha articulado a través del llamado régimen de visitas, que o bien es pactado por los cónyuges en el convenio regulador, o bien es decretado en la sentencia si falta dicho acuerdo o el mismo no es considerado ajustado a Derecho o al interés del menor. El régimen tipo era el que reservaba fines de semana alternos, un mes en verano y la mitad de las vacaciones de navidad y Semana Santa, así como alguna que otra fecha señalada, para que los hijos disfrutaran de la compañía del ex cónyuge no custodio ―por defecto, el varón―. En algunos casos, dependiendo de las circunstancias, podían añadirse una o dos tardes de diario a la semana, siempre y cuando esto no interfiriera en las actividades lectivas o extraescolares del niño. Este sistema fue instaurado en un momento histórico en el que los roles sexuales aún permanecían muy marcados ―si bien el divorcio sólo es legal en España de forma continuada desde 1981, prácticamente siempre se ha reconocido el derecho de los cónyuges a separarse―, de manera que todavía resultaba extraño que una mujer trabajara fuera de casa. Por lo tanto, se suponía que era ella la encargada de cuidar a los hijos; no ―o no sólo― por designio natural o divino, sino porque permanecía en el hogar más horas que el varón. Sin embargo, hace tiempo que esto ya no es así, por lo que resultó necesario adecuar la legislación a la realidad social.

Mediante la Ley 15/2005, de 8 de julio, se modificaron los artículos del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil que afectaban a la forma de atribuir la guarda y custodia de los menores en procesos de separación, divorcio y nulidad matrimonial. De esta manera, el nuevo artículo 92.5 del CC sienta el principio de que se acordará la custodia compartida siempre que ambos cónyuges manifiesten su acuerdo al respecto, bien en su propuesta de convenio regulador, bien a lo largo del proceso, limitando únicamente tal libertad de disposición a que se procure no separar a los hermanos. Por guardia y custodia compartidas entendemos el sistema de atribución de la misma mediante el que menor pasa temporadas iguales y alternas en compañía de cada uno de los progenitores ―generalmente se estructura en periodos de dos semanas―.

Sin embargo, esta aparente privacidad absoluta en cuanto a la elección del régimen no lo es tanto, por cuanto el número 6 del mismo artículo señala que, antes de tomar o convalidar cualquier decisión al respecto, el Juez que conozca del asunto deberá recabar informe al Ministerio Fiscal y oír a los propios menores ―siempre que éstos tengan ya suficiente juicio―, así como valorar en su conjunto la información que conste en los autos, facilitada principalmente por las declaraciones y alegaciones de las partes litigantes y por la prueba practicada ―que incluye un informe del ahora denominado Equipo Técnico Judicial (psicólogos, básicamente) adscrito al Juzgado―. El Juez, siempre que lo motive en la sentencia, podrá incluso guiarse por la propia percepción subjetiva que, a lo largo del proceso, se haya formado acerca de la verdadera relación existente entre los padres. Aunque en un principio pudiera parecer que se trata de una intromisión del Estado en la vida privada de los ciudadanos, el verdadero sentido de estas limitaciones reside en proteger eficazmente al menor, evitando que se vea perjudicado por una falsa apariencia de normalidad o cordialidad que quizá oculte algún tipo de coacción o que responda a intereses espurios. Por supuesto, se trata de casos excepcionales, de manera que la gran mayoría de las parejas que acuerden el régimen compartido no encontrarán problemas en su convalidación judicial.

Distinto y más complejo es el caso en el que la guarda y custodia compartida se decreta sin acuerdo entre los progenitores. Se trata del supuesto que viene contemplado en el artículo 92.8 del Código Civil, cuya literalidad es la siguiente:

Excepcionalmente, aun cuando no se den los supuestos del apartado cinco de este artículo, el Juez, a instancia de una de las partes, con informe del Ministerio Fiscal, podrá acordar la guarda y custodia compartida fundamentándola en que sólo de esta forma se protege adecuadamente el interés superior del menor.

Esto significa que el Juez competente no podrá decidir sin contar con el parecer del representante de la Fiscalía, pero que el sentido de la decisión no tendrá por qué venir vinculado al de su informe. Hasta 2012, ese informe debía ser favorable para poder adoptarse la medida; sin embargo, esa exigencia fue declarada inconstitucional por Sentencia, de 17 de octubre de 2012, del Tribunal Constitucional. Esa modificación, mínima desde un punto de vista semántico ―tan sólo se eliminó el término «favorable»―, motivó una auténtica revolución jurisprudencial (Sentencias de la Sala Primera del Tribunal Supremo, como la 257/2013, de 29 de abril, o la 495/2013, de 19 de julio) mediante la que el régimen de guarda y custodia compartida pasó de ser excepcional a constituirse como la norma general siempre que se cumplan los siguientes requisitos:

a) Que lo solicite uno de los cónyuges, aunque la nueva línea jurisprudencial contempla la posibilidad de acordarla excepcionalmente incluso en ausencia de dicha solicitud.

b) Que la medida constituya la más beneficiosa para el menor desde el punto de vista de su protección y desarrollo emocional. Para determinar este extremo el Juez tendrá en cuenta la práctica anterior de los progenitores en sus relaciones con el menor y sus aptitudes personales; los deseos manifestados por los propios menores; el número de hermanos; el cumplimiento por parte de los progenitores de sus deberes en relación con los hijos y el respeto mutuo manifestado en sus relaciones personales; el resultado de los informes exigidos legalmente, y, en definitiva, cualquier otro que permita a los menores una vida adecuada, aunque en la práctica pueda resultar más compleja.

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